A Gerardo Oter le sigue gustando ir a diario a la oficina y mantener el contacto con sus proveedores de confianza. Sus 80 años están estupendamente bien llevados. Nada de achaques. Su imperio hostelero, que hoy continúan sus tres hijos y su hija, ha visto de primera mano cómo los gustos de los madrileños han evolucionado. Los suyos también, aunque más levemente. Siempre fue un adelantado, poniendo la cocina de producto como principal reclamo, antes que cualquier desvarío gastronómico. Y el tiempo le ha dado la razón. Hoy su grupo, con 26 restaurantes funcionando, es un ejemplo modélico de gestión. "No he cerrado ninguno", dice orgulloso mientras repasa algunos de los platos de la carta que darán al mediodía en El Gran Barril, una de sus principales enseñas.
La terraza de este restaurante apostado en la Castellana se encuentra a rebosar, los rayos de luz se cuelan por los diminutos huecos que las enormes sombrillas dejan pasar. La vista es privilegiada. Una de las mesas disfruta de uno de los menús que tienen estos días, y que celebra las jornadas del bogavante. Suntuosas piezas de casi kilo que preparan a la parrilla para dos personas junto a cuatro huevos fritos, dos para cada comensal, y muchas patatas fritas, de esas que todavía crujen en la boca. La felicidad, no lo sabíamos, era esto. "Es un plato exquisito que nosotros cobramos a 39,50€ por persona. No hace falta pedir más, ni primero ni segundo", reivindica un Oter especialmente feliz y hablador.
De Guadalajara a Madrid
Un género de ese nivel solo se consigue si se tienen los contactos de Oter. También si se ha trabajado durante tantos años. Y es ahí donde la historia de Oter comienza, cuando él todavía era un adolescente y viaja de un pueblecito de Guadalajara, Luzaga, al populoso Madrid. "En esa época, mucha gente dejaba el pueblo para aprender un oficio. Estudiar era muy difícil y no teníamos muchas posibilidades. Así que, me vine a Madrid. Primero, trabajé en el sector de la alimentación y luego cambié al mundo de la hostelería", recuerda sobre unos años, mediados de los sesenta, donde los madriles comenzaban a salir de la carestía de los años posteriores a la Guerra Civil.
Oter primero se va a formar en negocios vinculados al sector de los ultramarinos y las mantequerías, como la que había en la calle Padilla y que tan buenos recuerdos le traen. Es allí donde realiza un trabajo impecable, formándose en el trato con el público. Un mundo que le fascina. "Es cuando realmente comenzaron a llegar productos de importación a Madrid. Había arenques, ahumados, y todo tipo de comida alemana como el chucrut, que antes no se encontraban aquí", confiesa de una época fascinante para un chaval que solo estaba dispuesto a aprender.
Sin embargo, va a ser Korynto, la legendaria marisquería de la calle Preciados, cuya publicidad celebraba cómo sus mariscos y pescados eran "recibidos diariamente por avión”, la que de algún modo le descubre un nuevo punto de interés. "Primero trabajé en la barra, donde empecé a conocer el mundo del marisco. Me aficioné mucho a ello, me gustó tanto que me sumergí por completo en ese ambiente", dice de aquella experiencia en lo que fue uno de los establecimientos más pintones del último cuarto de siglo. Es ese espacio privilegiado el que le permite moverse en un ecosistema propicio.
"Ya se conocía un producto excelente: las ostras, las cigalas, y había un avance en todo el sector. Ya había un tipo de público muy exclusivo y pequeño que conocía todo ese mundo. Me familiaricé con el sector de la restauración, fui encargado de barra y automáticamente me enamoré del oficio. Pero mi idea siempre fue establecerme, montar mi propio chiringuito. Como realmente no pude estudiar, ahora tenía que montar mi empresa. Esa idea siempre estuvo presente, a pesar de ser encargado allí", rememora del Korynto y los pensamientos que no se despegaban de su cabeza.
Luego pasará al Bajamar, en Gran Vía, también de la misma empresa. Y antes de llegar a la treintena inaugura su primer negocio. "Me independicé con un local pequeño en Madrid, en la calle Alcántara, de 30 metros cuadrados", señala sobre ese primer y diminuto establecimiento, llamado Malvar. "Al principio no trabajé con mariscos porque era difícil y no me atrevía, pero me enfoqué en productos de primera calidad, como los jamones ibéricos y el foie, que en aquella época ya se vendía perfectamente. Me fui abriendo camino en ese mundo hasta que fui cogiendo el ritmo".
Verbena de canapés
En su segundo local, un mesoncito llamado La Carreta, montada unos meses después, vive su primer éxito. A pesar de contar con solo cinco mesas, estas se llenaban completamente tanto a la una del mediodía como a las tres de la tarde, siempre con reserva previa. Acostumbrado a trabajar con productos de primerísima calidad, y siendo un local pequeño, La Carreta ofrecía una cocina muy exquisita. Tenía un cocinero que había trabajado anteriormente en Korynto y juntos crearon una oferta gastronómica innovadora y desconocida para muchos. Poco a poco, comenzaron a introducir mariscos, empezando con gambas de Huelva, cigalas y ostras, incorporando estos productos gradualmente en el menú.
"En Madrid, los ahumados eran poco conocidos", continúa, relatando cómo el universo gastronómico se expandía, con él como pionero. "Introduje un plato que tuvo mucho éxito, llamado Verbena de canapés. Decidí llamarlo así porque incluía una variedad de canapés hechos con pan caliente tostado. Comencé a utilizar diversos ahumados, como arenque, anguila, salmón y trucha, que en ese momento no eran muy populares en la ciudad”. Además, lo servía con un paté de bacalao noruego que compraba en una tienda alemana de Castelló. Este paté de bacalao era muy difícil de localizar y venía en pequeñas latas. Para darle más sabor, lo congelaba, ya que el aceite del paté aportaba un sabor más intenso que el propio paté. "Luego, lo ponía en los canapés, lo cual resultó ser un gran éxito", dice: "La Verbena de canapés fue una novedad y tuvo una acogida tremenda, convirtiéndose en todo un hit".
El gran Gerardo
A partir de ahí, se mentalizó y decidió que no podía seguir siendo tan esclavo en un solo lugar. Hizo sus cuentas y pensó que debía abrir otro espacio. "Di el salto a un restaurante en la calle de Ramón de la Cruz. Este ya era un restaurante grande, de élite, donde tenía maîtres, un jefe de cocina y otros profesionales. Ahí cambió todo", comenta de un lugar que llevaba su nombre, Gerardo, y que se convirtió en todo un símbolo. Un restaurante de 400 metros cuadrados: "Ya ganaba dinero con los locales pequeños, así que decidí comprar este último. Pagando hipotecas durante muchos años, como se hacía antes, un montón de años, como ahora con los pisos, pero en este caso, con un establecimiento".
La decoración como bien recuerda resultó muy llamativa, principalmente era de estilo afrancesado, inspirada por un cocinero del país vecino que trabajaba en el restaurante Charlot, de la calle Serrano, y con quien tenía buena amistad. Estos montajes eran completamente distintos a los habituales en la zona, que eran "muy rurales". Él les daba un toque más moderno, parecido a cómo se decora hoy en día, añadiendo elementos como frutas y otros detalles. Esto le dio al restaurante Gerardo un aspecto especial, como innovador y muy moderno, en sus propias palabras. A lo que había que sumar su buena mano en la dirección de la cocina. "En aquella época, se trabajaba mucho con ensaladas de langosta y salmón ahumado. También se preparaba rosbif, que no era muy común en la zona”, señala sobre un lomo asado que iba acompañado de una salsa cumberland, más típico de la cocina inglesa, aunque los franceses lo actualizaban con frecuencia".
Muy francés y de producto
Ese aire francés se entremezclaba con sus conocimientos para el marisco. También con su buena mano para formar a sus trabajadores. "Me encantaba planificar, formar al equipo y ver cómo se desarrollaban las cosas según lo previsto, dejando que el personal se luciera con su trabajo. Sin embargo, no me gustaba estar estático en los locales, por eso crecí", dice un Oter que con el tiempo ha llegado a sumar hasta 26 establecimientos por todo Madrid. Entre ellos están El Telégrafo, El Gran Barril, Pez Fuego, Taberna del Puerto, La Pulpería de Mila, La Leñera, Teitu, Nuevo Gerardo, El Gran Barril de Castellana, Verdura & Brasa, La Playa, Parrilla El Barril, Oter Restaurante o La Entretenida.
"También hacía la compra previa, revisando qué productos del día había disponibles. Hacía las compras con mi furgoneta, primero en los mercados pequeños y luego en Mercamadrid. Estuve muchos años comprando allí. Siempre seleccionaba el producto que me gustaba sin preocuparme por el precio, porque solo quería ofrecer calidad", recomienda de una filosofía que le ha servido para hacerse un importante hueco en el competitivo mundillo de la restauración.
"Hacía las compras con mi furgoneta, primero en los mercados pequeños y luego en Mercamadrid. Estuve muchos años comprando allí"
Tenía la mentalidad de que, aunque a veces compraba productos sin obtener una ganancia económica, ganaba clientes, y eso era lo que realmente le importaba. "Todavía mantengo esa filosofía. Le digo a mis encargados y a mis hijos que hay productos en los que no se puede ganar dinero, pero sí se pueden ganar clientes, y eso es muy importante. No siempre se trata de ganar dinero directamente. A veces, ofrecer productos de alta calidad sin preocuparse por el precio puede atraer y fidelizar a los clientes", continúa explicando: "Es una mentalidad que ha funcionado muy bien para mí".
Sobre el producto y la materia prima, lo tiene claro. Muy claro. “Ahora la situación es peor, especialmente en lo que respecta al marisco, que es lo más delicado, costoso y perecedero”, dice de cuando había centollos estupendos, auténticos bogavantes del Cantábrico, y gambas de Huelva con un sabor excelente. "Hoy en día, estos productos son mucho más escasos. La mayoría de las gambas que se encuentran son portuguesas, ya que España no tiene tantas zonas de pesca, lo que ha deteriorado considerablemente la calidad disponible".
Esto también ocurre con los jamones. “El auténtico jamón ibérico lampiño, que antes era común y pesaba alrededor de cinco kilos, prácticamente ha desaparecido”, indica. En el pasado, estos jamones eran el auténtico ibérico puro. “Sin embargo, actualmente, en regiones como Huelva y Extremadura, se han cruzado las cerdas con machos franceses para que los cerdos crezcan más y los jamones sean más grandes y rentables. Esto ha afectado a la pureza y calidad del jamón ibérico”.
Y llegaron las discotecas
Además de los restaurantes, también se dedicó a las discotecas. Montó un pub en Madrid que ha sido un éxito durante 33 años, Gayarre, ubicado en el Paseo de la Castellana 118: "Lo abrí en una época en la que los divorcios y separaciones estaban en auge. Dirigido a gente de provincias pequeñas de Madrid que no podían salir en sus ciudades, ofrecía música clásica y cánticos gregorianos por las tardes, y luego una pista de baile por la noche. Fue todo un éxito".
Con la buena mano que tuvo con Gayarre, "aunque no sabía mucho del mundo de las copas", decidió montar una discoteca en la calle Orense, Verdi, y otra en la estación de Príncipe Pío, Colonia del Norte. También tuvo El Cangrejo Loco en el Puerto Olímpico de Barcelona. Se involucró en todo ese mundo hasta que sus hijos se unieron al negocio.
Crear, montar y poner en marcha
Y reflexiona sobre su principal modo de vida en todos estos años. "Lo que realmente me apasiona es el negocio: crear, montar y poner en marcha proyectos. Siempre he hecho lo mismo", dice. Su modus operandi siempre ha sido el mismo: Escogía un local que le gustara, buscaba que estuviera en calles importantes, que fuera grande y que tuviera facilidades como poder aparcar en doble fila: "Mi objetivo era ponerlo en marcha, encontrar gente que me ayudara y luego dejarlo funcionando".
Confiesa que puede que algunos locales necesitaron más tiempo que otros para funcionar. Pero que uno debe confiar y tener seguridad en lo que va a hacer ."Si tomas un local, estableces una buena base, creas un restaurante con precios adecuados, un producto de calidad y un servicio decente, al final se triunfa”, comenta. El problema surge si no se puede aguantar porque la economía no lo permite o la mentalidad no es de resistencia. "Si empiezas vendiendo café, y a los 10 días cambias a hamburguesas, y a los 15 días a patatas fritas, al final eso se convierte en un desastre. Es fundamental mantener la base con la que iniciaste. Si aguantas y mantienes una buena administración y todo está en orden, los locales al final triunfan".
Y aunque ha delegado gran parte de las responsabilidades, sigue en activo: "Voy a cumplir 80 años y sigo haciendo algunas compras de vez en cuando porque me encanta. No puedo parar; me aburriría en casa. Me mantengo ocupado, hago ejercicio, voy a la oficina central, y hago mis tareas. Luego, me dedico a visitar los locales. Este es mi mundo, y no puedo dejarlo", sentencia.
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