Hay historias oscuras que Madrid guarda con recelo. Historias antiguas que cuentan decapitaciones, torturas y un trágico pedigrí de acontecimientos. A día de hoy, el centro de mayores situado en Lavapiés, cerca de Antón Martín, es mucho más que lo que se puede atisbar a simple vista. Unos calabozos subterráneos cobijan lo que fue la Cárcel de la Corona, que durante décadas utilizó la Inquisición para ahí enclaustrar a aquellos que se salían de la férrea moral instaurada. No todos podían quedar encerrados en ella: tan solo los clérigos tenían reservado ese derecho.
En el número 14 de la calle de la Cabeza, un nombre que también esconde una peculiar historia, se perfila este enclave cuyo exterior disimula lo que uno se puede encontrar en su interior. La especialista en patrimonio cultural de Madrid, Maribel Piqueras, nos adentra en su origen: “La Inquisición en Madrid utilizó varios tipos de cárceles, además de los propios calabozos en la parte baja de los tribunales de la Inquisición, y uno se pensó específicamente para los presos de rango eclesiástico”.
Antes de establecerse el primer tribunal de la Inquisición en la capital, en 1650, ya existían prisiones específicas para separar a aquellos clérigos que cometían delitos de los delincuentes seglares. Una de ellas fue esta casa Austria de dos alturas, con patio interior y zócalo de granito, muros de ladrillo y cornisa de madera sobresaliente con pequeñas buhardillas, tal y como detalla la experta. “Todo el edificio presenta un aspecto muy sobrio, sin ningún tipo de adorno exterior”, añade.
La Leyenda Negra de la Inquisición no es solo cosa de los españoles
Álvaro Van den Brule
Benito Pérez Galdós, ferviente cronista de la villa, la definió en su obra el “Gran Oriente”, uno de sus Capítulos Nacionales: “Un portalón daba entrada al patio, que no había sufrido variaciones esenciales, y tenía en dos de sus lados columnas de piedra para sostener la crujía alta. Las prisiones estaban en el piso bajo y en los sótanos, y consistían en calabozos inmundos (...). Dos puertecillas abiertas a un lado y a otro del zaguán indicaban el Cuerpo de guardia y las habitaciones de algunos empleados de la cárcel”.
El lugar no quedó inutilizado una vez superada la época de la Inquisición, pues también fue el lugar en el que quedaron presos liberales en 1814 al grito de “patria y religión”. Poco después, llegó el turno de los realistas o absolutistas, quienes dieron con sus huesos en esta cárcel de la calle de la Cabeza en cuanto el Gobierno cambió de signo.
Galdós llegó a describir en sus obras uno de los episodios que sucedieron en este tétrico lugar: “Él explica que en 1821 turbas de liberales y populacho exaltadas entran en esta cárcel de la Corona y asesinan a martillazos, sablazos y disparos al famoso cura realista Vinuesa porque consideraban que la pena de 10 años que le habían impuesto los tribunales eran pocos”, relata Piqueras en su blog “Madrid con encanto”.
Según esta especialista, todo indica que fue con la llegada al trono de Isabel II cuando el edificio dejó de ser una prisión. Sus espacios pasaron a ser utilizados de cuadras y cocheras, una realidad inmortalizada por el propio Galdós cuando llegó en 1862. Todavía a día de hoy el edificio conserva, en la parte inferior de la fachada que da a la calle de la Cabeza, los agujeros utilizados como respiraderos exteriores de los calabozos.
La Inquisición tortura, pero con límites
Piqueras también habla de su interior: “En el sótano hay un espacio alargado de unos 33 metros cuadrados, dividido en cinco compartimentos con un pasillo que los comunica. Todo de ladrillo y abovedado. Aunque en la cimentación del edificio y en los muros de los calabozos vemos pedernal de la muralla medieval de Madrid”, especifica en su blog. “No era una cárcel como otras, no estaban hacinados. Es importante remarcar que tan solo estaban dedicadas a los eclesiásticos para separarlos del vulgo”, reitera la especialista en conversación telefónica con El Confidencial.
En cambio, también incide en que su uso por parte de la Inquisición está reñido con la “leyenda negra” que la persigue: “La Inquisición torturó muy poco, aunque pensemos lo contrario. Pensaban que un testimonio conseguido con tortura podía no ser verídico”, continúa. De hecho, la “normativa” de la Inquisición respecto a la tortura contemplaba la prohibición de que el proceso durara más de 15 minutos y hubiera derramamiento de sangre, así como amputaciones, y un sanitario debía estar presente que revisaba al reo para determinar si era capaz de aguantar el sufrimiento.
Los castigos más duros y horribles de la Edad Media y la Inquisición
Ada Nuño
La disposición de pedernal recuerda a otros edificios antiguos de Madrid donde también se utilizaron restos de la muralla, como la casa de las siete chimeneas o la Casa de Cisneros, por ejemplo. “También hay unos huecos con pequeñas rejas que comunican los diferentes calabozos entre sí, supongo que para ventilación, y se encontraron argollas ancladas en las paredes de los mismos. En las puertas de madera, se abre una pequeña ventana con mirilla”, agrega en su texto. En la actualidad, esta antigua cárcel es visitable.
Cuando Galdós escribe la segunda serie de los Episodios Nacionales, donde comenta este edificio, ya se utilizaban como cuadras y cocheras. Después hubo una taberna en los bajos con dos puertas, una por cada fachada. La puerta que daba a la calle Lavapiés se cegó. Mucho más tarde, el patio protagonizó el rodaje de alguna escena de la serie Fortunata y Jacinta, de TVE.
El mal presagio del nombre de calle
Como se apuntó al principio, que la calle de la Cabeza se llame así no es algo casual. Todo responde a una leyenda con final trágico en la que se vieron involucrados un clérigo y su criado, que vivían en la calle. Los hechos, si se les puede llegar a considerar así, se remontarían al siglo XVII, cuando el criado decapitó a su superior. Le robó todo lo que pudo y huyó a Portugal, pero regresó a Madrid. No era el mismo, pues se había convertido en todo un señor que, un día, se animó a comprar una cabeza de carnero en el Rastro.
El paquete, que dejaba un rastro de sangre, levantó las sospechas de un alguacil, quien le preguntó qué llevaba en él. El antiguo criado no tenía de qué preocuparse, y enseñó su interior. El alguacil presenció asombrado la cabeza años antes cortada al clérigo. La detención tuvo lugar al instante y el que fuera criado confesó su crimen, por lo que terminó ahorcado en la Plaza Mayor mientras en una bandeja de plata se exhibió la cabeza del clérigo. “Nada más ser ajusticiado, la cabeza humana se convirtió de nuevo en una cabeza de ternero. Esta historia es la que da nombre a la calle y explica los dibujos de la azulejería de Ruíz de Luna”, concluye Piqueras.
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