Reviste interés recorrer la calle de Alcalá desde su origen hasta sus estribaciones para medir hasta qué extremo se va extinguiendo el entusiasmo navideño de la ciudad. Y no me refiero a la percepción de los vecinos, sino al criterio con que el Ayuntamiento distribuye el pintoresco aparato lumínico. El cráter está en el centro de la ciudad para estupefacción y deslumbramiento del gentío que allí se congrega, pero las bombillas van desapareciendo a medida que la calle nuclear de Madrid apunta a los números altos. Apenas existe la Navidad a la altura de Manuel Becerra. Y se extingue del todo en el tramo de Ventas a Ciudad Lineal, como si Almeida hubiera predispuesto un escenario discriminatorio al antojo de los turistas. Y como si los vecinos de los arrabales tuvieran que organizar los fastos decorativos a su medida, gestionar ellos mismos el espectáculo de luz y color.
Puede uno dar testimonio de este fenómeno por haber vivido muchos años en los aledaños del Teatro Real y por hacerlo ahora en la periferia. Nada mejor que desplazarse en moto por la calle de Alcalá de noche y experimentar el viaje de la luz a la oscuridad. La Navidad se celebra hiperbólicamente en el kilómetro cero. Y no se celebra en las distancias.
Entiendo que pueda cundir el desánimo entre los vecinos discriminados. ¿Por qué no hay bombillas en Alcalá 424? No hablo de mi caso, entre otras razones porque recelo de la opulencia navideña y de todas las manifestaciones aledañas. Prefiero la oscuridad integral a la horterada de las luces. Y a los mensajes edulcorantes que penden en el tinglado de luz y color que tachona el cielo de la calle Goya: paz, amor, concordia.
Llamémosle espíritu navideño, hipocresía coyuntural, una tregua superficial y convencional al estado de crispación que la ciudad de Madrid enfatiza con una absurda reivindicación de la bandera española. Almeida confunde el patriotismo con el patrioterismo. Por eso ha decidido, ya desde hace unos años, que los colores rojo y gualda deben incorporarse a la iconografía de estas fiestas tradicionales. Los impone en los escenarios nucleares de la ciudad, incluido el esperpento urbanístico de la plaza de Castilla.
Es allí donde las luces de la bandera española acordonan o perimetran la aberración del obelisco de Calatrava. Y no es sencillo deteriorar más todavía la glorieta más fea y desgraciada de la ciudad, pero Almeida lo ha conseguido con el alarde luminotécnico de la insignia nacional.
Hizo bien Álex de la Iglesia en anunciar el fin del mundo en la plaza de Castilla. Me refiero a la escena final de El día de la bestia. Belcebú solo podría aparecerse en el engendro que delimita la salida del paseo de la Castellana. Y hacerlo deslumbrado por las luces de Navidad.
Es preferible la oscuridad de la periferia a la caricaturización turística con que el Ayuntamiento ilumina unos barrios y opaca otros. Han quedado horteras y patrioteras las luces. Y se han convertido en foco de atracción de locales y foráneos, predisponiendo un ejercicio de masificación que convierte el centro en un manifestódromo desordenado.
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