Mi implicación en una tertulia matinal de Espejo Público me permitió conocer a Paula, sobrenombre de una cocinera china cuya capacidad de adaptación le ha permitido cocinar con acierto la tortilla de patata y los callos. Se lo reconoce la clientela castiza que frecuenta el puesto en el mercado de Tirso de Molina (Puerta del Ángel). Le cuesta a Paula decir “rabo de toro”, pero le cuesta menos estilizar la receta. Ha aprendido a elaborarla con la tradición oral del barrio y con la ayuda de los tutoriales de internet.
El aprendizaje ha corregido las primeras aberraciones. Y no es que Paula dudara entre preparar la tortilla de patata con cebolla o sin cebolla. Lo que hacía era cocinarla con… agua en lugar de utilizar aceite. Se ha convertido Paula en la cocinera más amadrileñada del mercado. Todavía no cocina gallinejas ni entresijos, ni gallina en pepitoria, pero los vecinos del foro consideran sus callos perfectamente homologables, más todavía cuando empiezan a cerrar los locales de barrio postineros.
Puede ir perdiéndose la cocina madrileña en sus lugares de culto y en sus locales castizos. O puede hacerlo si no intervienen los nuevos artífices del relevo gastronómico. Me refiero a los chinos y a su implicación en la tarea de imitar y conservar (o mejorar) las tradiciones culinarias de la ciudad. El caso de Paula salió en la tele, pero es ilustrativo de un relevo que se explica en la clausura de muchas tabernas de barrio que se malogran porque los dueños se jubilan y no encuentran un camino de sucesión.
Es el contexto en que “los chinos” aprovechan las oportunidades y los precios, como hicieron con los antiguos colmados y tiendas de chucherías. Y no es que trabajen más, como realmente ocurre. Es que difieren de la noción lúdica de la vida que tanto obsesiona a los occidentales. Lo contaba muy bien Ángel Villarino en el ensayo de Dónde van los chinos cuando mueren. La ventaja de los chinos es que no conocen a Freud.
¿Adónde van los chinos cuando mueren?
Rubén Amón
Puede entenderse así mejor el colonialismo silencioso con que se instalan en los barrios. Los chinos siempre están abiertos. Y proporcionan respuestas a toda clase de emergencias en sus almacenes y en sus tiendas de alimentación, aunque reviste más interés su implicación en la preservación de las tradiciones gastronómicas. Y no es que Paula se revista a sí misma de una misión, pero la astucia con que ha reconvertido el quiosco de Tirso de Molina en el gozo gastronómico de los vecinos sí identifica el enfoque comercial que han emprendido otros de sus compatriotas y de sus colegas.
Han conseguido los chinos integrarse en Madrid sin necesidad de… integrarse. Quiere decirse que su manera de arraigarse no ha requerido ni la mezcla ni la renuncia a sus hábitos, costumbres ni tradiciones. Tampoco se han visto obligados a desmentir las absurdas leyendas urbanas con que se recela de la convivencia. Hagamos un pequeño inventario:
– Los chinos sirven carne de gato o de roedores en sus restaurantes. Los chinos no pagan a Hacienda. (Hacemos un inciso. Cualquiera puede decidir no pagar a hacienda. Sin ser chino. El problema es la represalia).
– Los chinos hacen desaparecer los cadáveres de los ancianos. Y a los ancianos mismos, pues nunca están a la vista. ¿También nos los comemos?
– Los chinos traspasan los negocios cada cinco años para no tributarlos.
– Los chinos se dedican al tráfico de órganos. ¿También nos los comemos?
– Los chinos se traspasan la identidad porque “son todos iguales”.
El repertorio de supersticiones carece de toda credibilidad. Y sí, reviste oportunidad e interés el hecho de que los inmigrantes de Qingtian y Wenzhou se hayan propuesto preservar la idiosincrasia de la comida madrileña para que pueda relamerse los bigotes el comisario Torrente.
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