A punta de pico, pala y azadón. Miguel Valero, de 52 años, ha enterrado a miles de madrileños desde 1989 en el cementerio de La Almudena, una de las necrópolis más grandes de Europa Occidental. Su trabajo consiste en mirar a la muerte a los ojos cada día. Literalmente.
Valero carga a sus espaldas con los que mueren todos los días por causas naturales, pero también le ha tocado hacerlo en los peores momentos que ha vivido la capital, como la reciente pandemia, los atentados del 11 de marzo o el accidente de avión de Spanair, en 2008. Por tocarle, hasta le ha tocado dar sepultura a los restos del dictador Francisco Franco en El Pardo.
Junto a tres compañeros, Valero formó parte del equipo de enterradores encargado de hacer la reinhumación a Franco: "Teníamos todo bien preparado, pero se hizo larga la espera en el cementerio. Había bastante tensión entre los representantes del Gobierno y la familia, y nosotros estábamos ahí en la mitad. Al final, todos nos lo agradecieron", recuerda. Sin duda, el peor momento que ha vivido en su profesión ha sido la pandemia. Tuvo que trabajar de sol a sol durante meses porque no daban a abasto. "Los hornos crematorios no tenían más capacidad, y éramos muy pocos", asegura.
"Al final, te lo tomas como un servicio social. Quiero pensar que estoy ayudando a las familias a despedir a su ser querido, y lo intentas hacer con el mayor cuidado posible", afirma. Cuando llega el momento de abrir el ataúd, los enterradores se vuelven el centro de atención. Valero llegó a trabajar al cementerio con 18 años. Un amigo le dijo que necesitaban gente y él, que nunca en su vida había usado una pala, aceptó el trabajo. Llegó cuando era un niño y todavía le llaman así, reconoce: "Llevo toda la vida siendo El niño del cementerio, y espero jubilarme aquí".
Pero sus deseos van más allá. Valero ya ha dado la orden a su familia de que quiere ser enterrado cuando se muera, y además, quiere que sean sus compañeros enterradores quienes lo hagan: "A mí, por favor, que no me incineren", ruega. Cada año en Madrid hay menos entierros y más incineraciones, lo que significa que de una plantilla de 150 personas que eran cuando Valero entró a trabajar al cementerio, ahora solo quedan 30. "La gente ve la muerte de una manera diferente, es más barato y rápido", dice el oficial de cementerios, como prefieren ser llamados.
Cada vez se entierra menos
Mientras camina entre las miles de tumbas del cementerio, Valero sigue insistiendo en que la concepción de la muerte ha cambiado. Según explica, antes había mucho más movimiento en La Almudena, la gente cuidaba más las lápidas y todo se veía más bonito porque la gente llevaba más flores. "Hay sepulturas que no se han visitado en años, y se nota mucho", comenta. En España, en las grandes ciudades cada vez se utiliza más la cremación (un 45%) frente a las inhumaciones. En los pueblos, la cantidad de entierros es mucho mayor, según datos de Panasef, la Asociación Nacional de Servicios Funerarios.
Pero aunque cada vez se entierre menos, no es raro encontrar en internet decenas de ofertas para contratar personal. "Se busca enterrador: buenas condiciones en un sector estable", reza uno de los anuncios. Una de las cosas que más resalta de su trabajo es el compañerismo que hay en el sector. Sin embargo, le preocupa el hecho de que la plantilla lleva con los sueldos congelados desde 2021: "Espero que la empresa pueda sentarse a negociar".
A su lado, desde hace 30 años ha trabajado Ángel González, de 50 años. Cuando terminó el servicio militar, heredó la plaza de su padre y desde ese día es enterrador. Su objetivo es que su hijo también lo sea algún día. González asegura que una de las cosas que más le gusta de su trabajo es el horario. Llega muy pronto por la mañana y antes de las 16:00 horas está en casa comiendo. "Cuando llego, me dan las tareas del día, que consisten mínimo cinco entierros, más lo que venga", afirma el sepulturero. Porque, aunque mucha gente no lo sepa, el trabajo de los enterradores no termina en los entierros de la jornada: "Después hay que ir adelantado los del día siguiente".
Entre todos, en el cementerio han desarrollado una camaradería digna de admiración. Son conscientes de que para dar sepultura a una persona necesitan formar una cuadrilla de cuatro personas, y la precisión debe ser milimétrica para evitar el desastre: "El esfuerzo físico puede ser muy retador en este oficio". Los enterradores confiesan que la parte más dura de su trabajo es tener que enterrar niños. "Yo con eso no puedo", asegura González.
Para ellos es inevitable, según en qué circunstancias, que les afecte emocionalmente el trabajo, sobre todo durante la pandemia de coronavirus, cuando en los entierros no podía ir público y el familiar solo tenía al enterrador a su lado. "Conocemos cientos de historias de personas que descansan en el cementerio, a sus familias les encanta contarnos la vida de su ser querido", afirma. A Valero le impacta mucho que últimamente se hayan encontrado con inhumaciones donde no viene nadie de la familia, sino solo amigos que le explican que el finado no tiene ascendientes ni descendientes: "Con el cierre de la lápida termina esa familia".
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